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La institución del diaconado en la Iglesia

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El servicio de los diáconos está documentado desde los tiempos de los Apóstoles. Una tradición consolidada, ha visto el inicio del diaconado en la institución de los “Siete”, de la que hablan Hechos 6, 1-6. San Pablo, por su parte, los saluda junto a los obispos en la salutación inicial de la Carta a los Filipenses (1, 1) y en la Primera Carta a Timoteo (3, 8-13) señalando las cualidades y las virtudes con las que deben estar adornados para cumplir dignamente su ministerio.

La Didaché, alrededor del año 90, ordena que se elijan “obispos y diáconos, dignos del Señor”. San Clemente Romano testifica, alrededor del año 96, que los apóstoles constituyeron obispos y diáconos. San Ignacio de Antioquia (muerto el año 107) por su parte, no concebía una Iglesia particular que no contara con obispo, presbítero y diácono. Él subraya cómo el ministerio del diácono no es sino el “ministerio de Jesucristo, el cual antes de los siglos estaba en el Padre y ha aparecido al final de los tiempos”.

El Diaconado floreció en Occidente hasta el siglo V aunque después, por varias razones, fue experimentando una lenta decadencia, terminando por permanecer sólo como etapa intermedia para los candidatos a la ordenación sacerdotal.

El Concilio de Trento (Sesión XIII, Decreto De reformatione, c. 17) dispuso que el diaconado permanente fuese restablecido, como lo era antiguamente, según su propia naturaleza, como función originaria en la Iglesia, pero dicha disposición no fue llevada a la práctica.

El Concilio Vaticano II determinó que “se podrá restablecer el diaconado en adelante como grado propio y permanente de la Jerarquía… (y) podrá ser conferido a los varones de edad madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos, para quienes debe mantenerse firme la ley del celibato”.

Pablo VI, para aplicar los acuerdos conciliares, estableció en 1967, con la carta apostólica “Sacrum diaconatus ordinem” las reglas generales para la restauración del diaconado permanente en la Iglesia latina. Al año siguiente, la constitución apostólica “Pontificalis romani recognitio” aprobó el nuevo rito para conferir las sagradas órdenes (episcopado, presbiterado y diaconado), y con la carta apostólica “Ad pascendum”, del año 1972, precisó las condiciones para la admisión y la ordenación de los candidatos al diaconado. Lo fundamental de esta normativa fue recogido en el Código de Derecho Canónico, promulgado por Juan Pablo II en 1983.

El Sacramento del Orden es uno solo, pero, el episcopado, el presbiterado y el diaconado participan, en grados diferentes, de la perfección del Sacramento del Orden, de tal manera que la perfección se encuentra plenamente en una de sus partes –el episcopado– y limitadamente en las otras, y en cuanto se acercan a la primera.

A los diáconos sólo el obispo les impone las manos, pero “no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio” o servicio. También dice el Concilio: “ordenados para el ministerio, están al servicio del Pueblo de Dios en comunión con el Obispo y sus sacerdotes”. El diácono no es, pues, ordenado a la función sacerdotal del obispo, sino que participa de la función diaconal del obispo.

De esta manera podemos decir, que en el Cuerpo Místico de Cristo existe el sacerdocio común de todos los fieles bautizados y, con diferencia esencial, no de grado, el sacerdocio ministerial; éste en dos grupos: el sumo –el episcopado– y el de segundo orden –el presbiterado–.

La mayor parte de las Conferencias Episcopales ya han procedido, previa aprobación de la Santa Sede, a la restauración del diaconado permanente en sus territorios y a la redacción de normas complementarias al respecto.