Lección número uno
Pablo VI definió las encíclicas como “un documento en forma de carta, envidado por el Papa a los obispos del mundo entero”, literalmente significa “carta circular”, en la que se pretende enseñar algo sobre algún tema doctrinal, condenar errores o reflexionar sobre temas conflictivos que merecen aclaración. Formalmente su destinatario es toda la Iglesia Universal, aunque algunas vayan dirigidas no solo a los católicos sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
El último documento del papa Francisco no es una encíclica, sino una Exhortación Apostólica, que es un documento papal que se promulga después de la reunión de un Sínodo de Obispos, aunque puede tener su origen en otras razones. La verdad es que todos los documentos pontificios son importantes por venir de donde vienen.
Como la Lumen Fidei es considerada por todos los entendidos como un texto escrito a cuatro manos (las de Benedicto XVI y las de Francisco), esta Exhortación Apostólica tiene su importancia porque nos hallamos ante el primer gran texto que se puede atribuir al papa actual.
Es imposible en estas líneas poder abarcar todo el caudal de contenidos de este documento, pero lo que sí pretenden ser es una invitación a leerlo, a reflexionarlo y a llevarlo a la práctica pastoral.
Muchos estudiosos tienen claro que “La Alegría del Evangelio” (Evangelii Gaudium) es mucho más que un documento para recoger lo dicho en el Sínodo de Obispos de 2012 sobre la Nueva Evangelización. La revista Ecclesia lo considera “una carta de navegación, una confesión, una declaración programática en toda regla, un acontecimiento, es puro evangelio”, y ya sabemos que evangelio significa Buena Noticia.
Las buenas noticias siempre hay que transmitirlas con alegría. Pablo VI ya decía: “el mundo actual no necesita evangelizadores tristes o desalentados, impacientes o ansiosos” y ahora Francisco nos dice “un evangelizador no debe tener permanentemente cara de funeral, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas”, pero claro, para hacerlo así debemos estar convencidos de que lo que transmitimos es eso: una buena noticia y no otra cosa. Muchas veces parecemos más profetas de calamidades, que transmisores de esperanza e ilusión.
La alegría es por lo tanto la clave, porque demuestra que lo que hacemos nos lo creemos, tiene sentido y merece la pena. La alegría nace del encuentro personal con alguien que te entusiasma, del convencimiento de lo que haces y de la necesidad de ser misionero, transmitiéndolo a los otros. La alegría te lanza a festejar, a acompañar, a involucrarte, a no cerrar puertas, a tener siempre el corazón abierto reformando lo que haya que reformar, sin miedos a estructuras sospechosas.
Una Iglesia que no realizara su misión con alegría sería mejor que se quedara en la sacristía.