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Domingo II del Tiempo Ordinario (A)

Espíritu Santo

JUAN 1, 29-34. En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije: «Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo». Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo.»Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios».


Acabamos de celebrar hace unos días el nacimiento de Jesús, hemos intentado seguir interiorizando su significado concluyendo que es un misterio que nos desborda absolutamente y nos desborda por el amor tan extraordinario que Dios nos demuestra haciéndose niño, hemos descubierto lo que Dios quiso decirnos al hacerse hombre como nosotros, queremos hacer nuestro su mensaje, este esfuerzo lo hemos hecho porque nosotros queremos ser sus testigos hoy, queremos hacer realidad en nuestra vida eso que hemos celebrado y recordado.
 
En el evangelio de este domingo encontramos en el testimonio de Juan Bautista, un modelo de cómo debe ser nuestro testimonio. En este relato del cuarto evangelio el Bautista fundamenta su testimonio en dos cosas: en lo que el ha visto, o sea el personalmente, y en lo que el ha conocido. Llega a ese conocimiento desde lo que sus propios ojos han percibido, es decir Juan no da testimonio desde lo que ha oído a otros, o de lo que otro le ha dicho que ha visto; el testimonio de Juan procede de su propia experiencia, de lo que él ha sentido y vivido iluminado por el Espíritu. Juan no habla de oídas, sino de lo que él ha descubierto y sentido.
 
Hoy, como siempre, la palabra de Dios encuentra dificultades para abrirse paso en nuestra sociedad. Entre los valores dominantes, no se encuentra el reconocer la importancia de la trascendencia, la cual es mas bien considerada como un impedimento para el desarrollo de la libertad individual y como si pusiera trabas a todo lo que signifique progreso, evolución y mirar hacia adelante. Al mensaje cristiano, con dos mil años de vida en Europa, se le pide que de una muestra de saber estar y se coloque al mismo nivel que otras creencias o corrientes filosóficas, unas mas antiguas que él, pero otras menos. Al vivir en un mundo cada vez más plural, quizá haya que hacer caso a estas objeciones, que haya que estar abierto a esas nuevas realidades.
 
Sin embargo, y esta es la enseñanza fundamental de la palabra de Dios hoy, todas las pegas que encuentra en el momento actual el mensaje cristiano para ser conocido y trasmitido, no le vienen dadas en exclusiva por las circunstancias del ambiente en el que vivimos. El peor obstáculo para la evangelización, lo somos, en general los propios creyentes: la dejación que hacemos de la comunicación de lo que creemos, y para hacer esto hay que estar muy convencido de lo que uno cree. Es verdad que nosotros no vemos como Juan Bautista vio, pero sí podemos tener una experiencia personal de nuestra fe. El vio y dio testimonio, a nosotros quizá nos falte el haber visto personalmente lo que decimos creer, nos falte el haber experimentado lo que nuestra fe confiesa. Tenemos ser testigos de lo que creemos, y ser testigos en nuestra casa, en nuestra familia, en nuestro lugar de trabajo, en el barrio, en la escuela, en la universidad, en el bloque. Cuando no somos capaces de transmitir la fe a los de nuestra familia, cuando nos guardamos nuestra experiencia de Dios por miedo o por vergüenza, cuando ya no se sabe perdonar ni pedir perdón, cuando sólo se mira con amor a los que nos aman, cuando nadie es capaz de arriesgarse por alguien, cuando las preguntas vitales no encuentran respuesta, es porque estamos creando un mundo sin Dios o Dios está demasiado lejos. Lo que sucede es que nuestra experiencia de Dios es muy superficial, no hemos visto ni conocido de un modo auténtico, nos falta profundidad en nuestra experiencia del Dios de Jesús. Cuando uno lo descubre de verdad, no puede guardárselo para el, y siente la necesidad de transmitirlo a los otros.
 
Este testimonio lo tenemos que dar con palabras, pero sobre todo con obras. Nuestra conducta, nuestras actitudes son las que deben ser reflejo de nuestra fe, ellas son, no la mejor, sino la única demostración de la profundidad de nuestra opción.
 
Se lo pedimos al Señor, y se lo pedimos los unos para los otros, especialmente para los que estamos aquí, y lo hacemos al tiempo que recordamos a los que menos tienen, a los pobres, a los que están solos, a los enfermos especialmente a los que conocemos o son de nuestras familias, a los que necesitan de nosotros y nosotros les damos de lado.