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Domingo III de Pascua (B)

Jesús se aparece a sus discípulos

LUCAS 24, 35-48. En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros». Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo». Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo de comer?» Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse». Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto».


En el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles que se nos propone en este tercer domingo de Pascua, Pedro hace un resumen perfecto del mensaje Pascual del que él mismo se presenta como testigo. No habla de lo que otros le han contado, sino de lo que él mismo ha visto y ha experimentado. Esto es muy importante para el hombre de fe, el fundamento de nuestra creencias no debemos ponerlo en lo que otros nos han dicho, sino en lo que yo he descubierto, la medida de mi fe está en lo que yo he sido capaz de descubrir y de vivir, la profundidad de la misma la da el hecho de que yo haga mío lo que creo, de que no haga las cosas porque siempre se han hecho así, sino porque estoy convencido de que son así. Y el discurso termina con la llamada a la conversión. La respuesta al anuncio de la resurrección no puede ser otra que la conversión. La escucha del mensaje cristiano se concreta en el arrepentimiento y la conversión. Si se acepta a Jesús, si creemos en Él, si aceptamos su resurrección, nuestra meta es clara, llevar a la práctica lo que eso conlleva, convertirnos de las cosas malas que hay en nosotros y ser mejores en lo que hacemos a diario.

San Juan, en su carta, nos confirma esta realidad, si hay alguno que dice, “Yo le conozco” o sea creo en Él, pero no hace lo que el dice, es un mentiroso, la verdad no está en Él. O sea, tiene que haber una correlación entre lo que creo y lo que hago, entre lo que creo y lo que practico. Esta actitud de conversión permanente, no está reñida con la aceptación de lo que son nuestros fallos, y nuestros pecados más comunes. El que yo aspire a la conversión no quiere decir que sea bueno, no quiere decir que yo no tenga defectos. Por eso me extraño mucho y no entiendo, cuando algunas personas, en plan de acusación dicen, seguro que lo han oído “y tú como haces esto y vas mucho a la Iglesia”, como extrañándose de ciertas conductas. Y es que el venir a la Iglesia no es sinónimo de ser bueno. Puede, puede que haya personas que no vienen a la Iglesia y sean peores que nosotros, pero también puede que haya otros que no vienen y sean mejores. La bondad está relacionada con la intención de cada uno, con lo que sale del corazón y de nuestra mente y esto sólo lo sabemos Dios y yo. Lo que Jesús me pide es que yo sepa reconocer mis fallos, mis pecados, y este dispuesto a mejorar, aunque otra cosa sea que lo consiga o me quede a medio camino.

El evangelio de San Lucas nos describe otra de las apariciones de Jesús después de la resurrección, muy parecida, a que leímos el domingo pasado, con el apóstol Tomás como protagonista. En la misma, vuelven a aparecer el escepticismo y la desconfianza de los discípulos ante la noticia de la resurrección. ¡No era posible¡, “si no lo veo no lo creo”. Y de nuevo Jesús tienen que dejarse tocar y ponerse a comer con ellos para desmotarles que no era un fantasma, que era verdad, que estaba vivo, como por otra parte, el mismo les había dicho tantas veces. Como a ellos, a nosotros también nos falta la convicción que nace de la experiencia de haber sentido a Jesús a nuestro lado, nos falta la experiencia de haberlo vivido próximo, cercano, nos falta la experiencia personal, individual, de haber sentido cerca al Señor resucitado. Y me sobra toda la teoría sobre nuestra fe, todo lo que signifique religiosidad heredada, que sólo adquiere sentido cuando va acompañada de la experiencia personal.

Hoy las lecturas nos invitan a profundizar en nuestros descubrimiento de Jesús, en reflexionar sobre la realidad de nuestra fe, es decir que la misma no sea algo como añadido a mi, algo que no me interpela para nada, algo que sólo lo utilizo cuando me conviene o cuando me es útil. No, las lecturas nos animan a que nuestra fe sea algo fundamental en nuestra vida, sea la que oriente nuestro actuar, y determine nuestras decisiones.

De nuevo descubrimos que llevar a la práctica todo esto requiere esfuerzo y decisión. Por eso se lo pedimos al Señor, especialmente para nosotros, para los que estamos aquí. Se lo pedimos al tiempo que recordamos a las personas que queremos, y también a todos los que sufren, a los que están solos o enfermos.