Domingo IV de Adviento (A)
MATEO 1, 18-24. Por aquel tiempo, el nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros». Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.
La lectura del profeta Isaías, que acabamos de escuchar es el culmen de todo lo que hemos venido leyendo los domingos anteriores, con mucho tiempo de antelación, el profeta anuncia la Buena Nueva: “La virgen está en cinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel que significa Dios con nosotros”. No podemos pedir más, el Dios creador, el Dios todo poderoso se va a hacerse uno como nosotros, donde está el miedo o el temor, a partir de ahora solo cabe la fidelidad, el seguimiento y la confianza más absoluta. Dios no tiene ningún reparo en abajarse y compartir todo lo nuestro, lo que somos y lo que tenemos.
Sin embargo, en algunos momentos de nuestra vida, recurrimos al Señor para presentarle nuestra peticiones de ayuda, pero lo hacemos a menudo desde la desconfianza; en otras ocasiones lo culpamos de nuestros fracasos, porque cuando algo va mal es porque el se ha olvidado de nosotros. Hoy, a pocos días de la celebración de la Navidad, la Eucaristía nos plantea una invitación a cuestionarnos si realmente confiamos en que nuestro Dios es un Dios que actúa pensado en nosotros, o si nuestra aparente fe oculta en realidad una profunda desconfianza, por ejemplo, cada vez que nos dirigimos al Señor desde el enfado porque no nos concede lo que le rogamos con insistencia, cada que vez que nuestra vida se carga de angustia por el qué pasará sin acordarnos de que para el Señor somos los más importantes, o cuando siempre olvidamos abrir los ojos a la realidad, a lo que es nuestra vida de cada día, para descubrir en ella las huellas del Señor caminando a nuestro lado, en todo lo que hacemos y en las personas con las que convivimos. La primera lectura es por tanto, una invitación a revisar nuestra forma de relacionarnos con el Señor y por si descubrimos debajo de nuestra apariencia de personas de fe, unas formas o ritos que esconden la desconfianza más absoluta.
El evangelio es la demostración de que Dios cumple siempre su promesa. Pueden pasar siglos, generaciones y generaciones, pero el Señor no se olvida de lo que ha prometido. Y cumple aquella promesa de estar cerca del hombre, tan cerca, que se hace uno de ellos. Y por eso, decide encarnarse, aunque eso signifique hacer un auténtico milagro. ¿Cómo vivir angustiado sabiendo que tenemos un Dios que está dispuesto a hacer tanto por nosotros?, ¿Cómo negar esa evidencia de que Él siempre cumple lo que promete?, ¿Cómo sentirnos perdidos, si Él ya ha venido a salvarnos?, son estas unas preguntas muy relacionadas con el Adviento, unas preguntas para hacérnoslas en nuestro interior. En un mundo difícil, complicado, la luz va a volver a brillar, la esperanza vuelve a renacer.
Otra de las sorpresas de la Palabra de Dios de este día es la figura de José. La lectura sólo dice que era una persona buena: “José que era bueno y no quería denunciarla…”. ¡Qué cosa más simple y a la vez que importante¡. Todos sabemos lo que significa que alguien sea conocido como una persona buena. Tras esa afirmación se esconde toda una cantidad de virtudes: sencillez, humildad, disponibilidad, entrega, cercanía, simpatía, quizá incluso algo simple, pero con una simplicidad necesaria para poder vivir desde la confianza y para poder siempre tener un corazón lleno de esperanza. Las figuras de María y José hablan bien de todo esto. En nuestra vida tan cargada de cosas, y de proyectos, y en estos días tan ajetreados ante las celebraciones navideñas, un poco de sencillez, tranquilidad y sosiego no nos viene mal.
Señor, cuando tu llegada es inminente danos un corazón que sepa esperarte como te mereces. Haz que no nos despistemos con cosas que duran solo quince días, para volver luego a la cruda realidad. Que tu llegada sepa despertar en mí toda la esperanza y la ilusión que significó tu nacimiento
Se lo pedimos al Señor, y lo hacemos los unos por los otros, especialmente por los que estamos aquí celebrando la Eucaristía. Al tiempo que seguimos recordando a los que menos tienen, los pobres, los que están solos, a los que les falta lo imprescindible incluso en estos días, haz Señor que no nos olvidemos de ellos, que siempre los tengamos presentes en lo que hacemos.