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Domingo V del Tiempo Ordinario (B)

Jesús cura a la suegra de Pedro

MARCOS 1, 29-39. En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca». Él les respondió: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido». Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.


El evangelio de Marcos que estamos leyendo en este año litúrgico, está concebido por el evangelista como una descripción toda la actividad de Jesús como un recorrido que va desde la región de Galilea al norte del país, hasta Jerusalén, en Judea al Sur. Todo el evangelio está estructurado de esa manera. A lo largo de ese camino Marcos va colocando todos los acontecimientos de su vida, para terminar en la ciudad Santa, en Jerusalén como todos sabemos, y como tendremos ocasión de celebrar. Galilea era, sobre todo, una región de humildes y pobres campesinos, alejada de la importancia de la capital, ella tuvo la suerte de recibir las primicias de la predicación de Jesús. Él buscaba los centros de reunión de todos, que eran las sinagogas, y allí proclamaba el mensaje del Reino de Dios. Enseñar para Él fue un aspecto fundamental de su misión. La fe en el mensaje sólo es posible cuando antes se ha escuchado la palabra del mensajero unida al testimonio de su vida, por eso Jesús unía a la verdad de sus palabras, la atención a las personas que acudían a Él, enfermos, leprosos, necesitados, nadie que acudía a Él era desatendido. Estaba abierto a todos, independientemente de su condición u origen. Palabra y testimonio son por tanto dos aspectos fundamentales que siempre, tienen que ir unidos, a la palabra siempre tiene que acompañarle la coherencia de vida. Hoy tenemos muchos más medios técnicos, muchísimos, mucho más eficaces y sofisticados para proclamar el mensaje, podemos llegar a muchas más personas, pero sigue siendo igualmente necesario e imprescindible, el testimonio de las obras de mensajero o de la Iglesia a que representa. Esto nos vale para recordar aquella frase tan acertada: “el mundo de hoy más que maestros necesita testigos, y si necesita maestros estos deben ser sobre todo testigos de lo que anuncian”.
 
La cantidad de trabajo y la preocupación por los demás, no impedían a Jesús encontrarse a solas con el Padre. Para conseguirlo madrugaba en busca de silencio y soledad. Necesitaba alimentar su relación con el Padre, necesitaba sentir su presencia en el silencio de la oración. Con esto nos deja el ejemplo de cómo la oración y la acción se complementan siempre, deben ir inevitablemente unidas. Cuanto más comprometida es la acción del testigo, más necesita contemplar a Dios para que en sus acciones y actitudes se refleje con más transparencia la presencia de ese Dios, y no aparezca tanto la suya.
 
El evangelio, también nos ha recordado como entre las personas que presentaban a Jesús para que los curara estaban los que llamaban endemoniados, en aquel entonces cualquier enfermedad que era desconocida era achacada a la presencia de algún demonio. Hoy ya se conocen la explicación de muchas, pero todos conocemos la diferencia que hay entre los demonios de tiempo de Jesús y los de ahora. Estos, los de ahora, no son menos malignos que aquellos. Pueden llamarse por ejemplo, individualismo, increencia, materialismo, egoísmos, ansias de poder y de prestigio, injusticias, indiferencia, mentiras. La fuerza para vencerlos debemos de sacarla de la luz y la ilusión que nos da la resurrección de Jesús, a través de nuestros esfuerzos por vivir su mensaje, y nuestros deseos de no dejarnos invadir por ellos. Pero su influencia es tan sutil que muchas veces se instalan en nosotros sin darnos cuenta.
 
Ante la increencia creciente, debemos mantenernos firmes en la experiencia de un Dios Padre que nos quiere y que nos pide esfuerzos por mejorar. Ante el egoísmo y la injusticia, actuemos con solidaridad y con entrañas de misericordia, con las personas que nos rodean. Ante la desesperación, alimentemos nuestra fe que nos capacita para esperar con paciencia activa y con mucha paz.
 
Le pedimos al Señor que sepamos acoger su mensaje en nuestro corazón, que lo hagamos nuestro de una vez por todas, que nos comprometa un poco más en todo lo que hacemos a diario.
 
Se lo pedimos especialmente en este domingo. Y lo hacemos al tiempo que recordamos a los que menos tienen. A los que están solos o enfermos, a los que necesitan de los demás para poder vivir y no los encuentran.