Domingo XI del Tiempo Ordinario (A)
MATEO 9, 36-10, 8. En aquel tiempo, al ver Jesús a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies». Llamó a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano; Santiago, el de Zebedeo, y Juan, su hermano; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo, y Tadeo; Simón el de Caná, y Judas Iscariote, el que lo entregó. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: «No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis».
Dice la escritura de hoy que Jesús se compadeció de las gentes, porque estaban extenuadas y abandonadas como ovejas que no tienen pastor. Podría haber hecho muchas cosas para resolver su situación y dejarles contentos y felices, pero mira por donde, salió con una de esas acciones que tanto le gustaban: mandó a unos cuantos de los suyos a que se ocuparan de ellos. Pero hombre, Jesús, podrías haber hecho otra cosa más espectacular, que de un plumazo solucionara el tema, y haberles infundido el gozo y la felicidad a todos los que te seguían. Sabiendo Jesús cómo eran sus discípulos, habría garantizado el bienestar de aquellas gentes si hubiera hecho cualquier otra cosa. Los discípulos eran voluntariosos, de buen corazón, pero también eran débiles y propensos a buscar el beneficio en las cosas que hacían. Ocuparse del resto de la humanidad no debía estar en sus planes inmediatos. Estaban más preocupados por descubrir cuál sería su sitio en el Reino, más que mirar a su alrededor y ver si alguien necesitaba alguna cosa.
Podemos imaginar a los doce en corrillos, hablando sobre la misión que Jesús les encomienda, cada uno desde su fe estrecha y pobre analizando la misión, sin darse cuenta de que el encargo que les hacía Jesús era la mejor oportunidad que tenían para ampliar horizontes y cambiar sus vidas.
Es verdad que el encargo no es pequeño: les manda a remediar todo lo que los judíos de su tiempo consideraban más despreciable: curar a los leprosos, resucitar a los muertos y echar demonios. La lepra, la muerte y los demonios eran lo motivos más fuertes de exclusión que una persona podía sufrir, las más fulminantes causas de abandono y de marginación, y el maestro les pide que se acerquen a ellos: curando leprosos, resucitando muertos y echando demonios como hemos dicho.
A estos doce hombres de esa cultura, no especialmente heroicos, aquello les debió sonar bastante mal. Tanto como al joven rico lo de dejar sus bienes, o a cualquiera de nosotros cuando se nos pide un compromiso más radical. No estaban preparados para lo que se les pedía. Si supieron responder es porque la persona de Jesús les había arrebatado el corazón, y comprendieron a tiempo, casi todos, que si querían construir el nuevo reino de Dios pasaba por construir y por ser personas nuevas. Sintieron dentro de sí que el mensaje de Jesús tenía sentido si salía de ellos hacia el exterior y los llevaba a una entrega fiel y sin límites a lo que habían recibido.
Recibieron el encargo y a pesar de sus debilidades lo llevaron a la práctica. Son muchos los que al día de hoy continúan esa misión y ese encargo entre nosotros, sin alborotos, sin estridencias, pero con una conciencia especial de adonde conducen sus vidas. Los acompaña una gracia especial: gratis lo recibieron, lo dan gratis. La gratuidad de su entrega es más notoria cuanto menor es el beneficio personal que obtienen. Viven entre nosotros y nos suele costar reconocerlos. Nos hace falta un poco más de humildad para saber reconocer lo que nos falta y para saber quién puede dárnoslo.
Lo mismo que Jesús mandó a aquellos doce, nos envía también a nosotros, cada bautizado es un enviado, un discípulo, un testigo, un apóstol. Y debemos comenzar nuestra misión por lo más cercano que tengamos junto a nosotros, y lo más cercano que tengo junto a mí, ¿qué es? ¿mi vecino?, ¿el que está sentado junto a mí? No, el más cercano soy yo mismo. Tengo que comenzar por mí, cambiar lo que tango que cambiar y ser más fiel a lo que Jesús me pide.
Le pedimos al Señor que nos ayude a tomar conciencia de nuestra realidad de creyentes y personas de fe, con nuestros defectos y nuestras debilidades. Se lo pedimos al tiempo que recordamos a los que menos tienen, a los pobres, a los enfermos, a los que están solos, a los que no tienen a nadie que les quiera…