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Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario (B)

Jesús predicando

MARCOS 13, 24-32. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos de horizonte a horizonte. Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que Él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes de que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre».


Estas lecturas sobre el final de los tiempos, nos preparan para el fin del Año Litúrgico. El Año Litúrgico termina el próximo domingo con la celebración de la solemnidad de Cristo Rey. E inmediatamente después, comienza ya el nuevo año con el tiempo de Adviento. Por eso, posiblemente os hayáis dado cuenta, de que las lecturas cambian hoy de lenguaje, utilizan un tono distinto al que venían usando hasta ahora, parece como si quisieran llamarnos la atención, y decirnos, estad atentos, despertad de la rutina en la que podéis haber caído y prepararos porque va a pasar algo importante, procurad agudizar el oído y despertad vuestra mente porque lo que va a pasar os va sorprender y no os puede coger desprevenidos.
 
El lenguaje apocalíptico de la primera lectura del libro de Daniel y del Evangelio de Marcos es un lenguaje que, ni mucho menos, intenta meter miedo a la gente, el genero literario apocalíptico no intenta fomentar el pánico ni el temor en los que lo escuchan, sino todo lo contrario, quiere transmitir esperanza, aunque sea con esas imágenes tenebrosas. La escatología, o lo que es lo mismo, los acontecimientos finales: muerte, juicio, resurrección, no deben producir en nosotros miedo alguno, por lo menos no más que lo normal, porque tenemos como Dios a un Padre, que nos quiere, nos conoce y sale todos los días a nuestro encuentro para ver si se produce nuestro regreso.
 
Por lo tanto ¿dónde se funda ese temor?, ¿a qué viene ese miedo?, dejemos de lado que quizá durante algún tiempo, es verdad que en ciertas predicaciones y maneras de presentar el mensaje se utilizaran estos recursos, pero en realidad ese miedo y ese temor no tienen ningún fundamento, por lo menos por parte de Dios. Todos los domingos hablamos de la misericordia infinita del Dios que se hizo realidad en Jesús, todos los domingos estamos reflexionado sobre cómo Jesús acoge a todos, perdona a todos. Lo que sucede es que lo que Dios nos pide, el esfuerzo, la dedicación necesaria, el trabajo para darle los menos disgustos posibles y el convencimiento que ese Dios es un Padre que siempre perdona, acoge y acompaña, quizá no nos lo creamos del todo, o al menos no lo vivimos lo suficiente; el miedo, si es que existe no es porque el Padre lo provoque, sino que es por parte mía que no me creo que Dios sea un Padre para mí, porque no soy capaz de hacer lo que debo hacer, y no soy fiel a lo que ese Padre me pide.
 
Este recuerdo del final de los tiempos, intenta ser una llamada de atención a nuestras conciencias para estar continuamente en estado de conversión, es verdad que en nuestro camino hacia la perfección descubrimos avances y superaciones, pero siempre nos queda algo que nos cuesta entregar al Señor de una vez por todas. Por eso, en este domingo, aprovechamos para reafirmar nuestra confianza en ese Padre Dios misericordioso que nos espera al final, pero que está siempre con nosotros ahora en el vivir diario, y nos anima en la lucha y el esfuerzo cotidiano: esfuerzos, éxitos, enfermedades, momentos tristes, en todos y hasta el final se encuentra con nosotros ese Padre Bondadoso.
 
Nuestra realidad de creyentes debería cambiar si de verdad viviéramos como la existencia de ese Padre Misericordioso nos exige. Porque si yo creo que Dios es así, luego en mi vida diaria debo hacer realidad esa dimensión, y mostrarme como una persona que ama, acoge, y perdona a la gente con las que vive o con las que me encuentro. La medida de mi aceptación de la realidad misericordiosa de Dios la da mi capacidad de amar y de perdonar a los demás, a las personas que viven junto a mí. La tarea no es fácil, pero confiados en su presencia junto a nosotros seguro que lo conseguiremos.
 
Se lo pedimos al Señor, y se lo pedimos especialmente para nosotros, al tiempo que recordamos a todos los miembros de la parroquia que están en peores condiciones que nosotros, a los que sufren, están enfermos, o solos, a aquellos que necesitan de los demás y no encuentran a nadie que los ayude, pedimos por ellos y si a nuestro lado hay alguien así, que hagamos lo posible por no darle de lado porque en él está presente el Señor. Pedimos por todos ellos.


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