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Pentecostés (A)

Pentecostés

JUAN 20, 19-23. En aquel tiempo, al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envió yo». Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».


La fiesta de Pentecostés, como la misma palabra indica, se celebra cincuenta días después de la Pascua, cincuenta días después de la resurrección de Jesús. El día de Pentecostés marca el comienzo de la Iglesia como comunidad de hermanos que se comprometen a continuar el camino de Jesús. Los apóstoles estaban encerrados en casa de alguno de ellos en Jerusalén. Tenían mucho miedo y es bastante probable que no dieran crédito todavía a los acontecimientos ocurridos durante la Pascua de aquel año. Es lógico que estuvieran asustados, desorientados, indecisos, pero hicieron algo muy bien, siguiendo el consejo de Jesús, permanecían juntos, no se separaron, estaban todos en Jerusalén. En su cabeza se amontonaban las palabras de Maestro sobre lo que había de pasar. La venida del Espíritu es la culminación del misterio Pascual, es la realización de lo que Jesús había prometido. Hoy termina el tiempo de Pascua, el cirio pascual que ha presidido todas las celebraciones hasta ahora, cambiará de sitio. Con la llegada del Espíritu, Jesús cumple su palabra, y se inaugura una nueva época hasta la venida gloriosa del Señor.

Los textos de hoy, las tres lecturas, nos ayudan a comprender la riqueza y la profundidad del significado de este día. El trozo del libro de los Hechos, es un canto al entendimiento entre todos. El egoísmo, la envidia, la soberbia, no sólo nos alejan de Dios sino que nos separan entre nosotros; nuestro lenguaje se hace incomprensible para los demás. El Espíritu de Dios da a todos el lenguaje del entendimiento porque es el lenguaje del amor. Por eso ahora los hombres se entienden, porque movidos por la acción del Espíritu, superan el desamor y las barreras que les separan.

Es muy interesante comprobar como después de la llegada del Espíritu, los apóstoles tuvieron que hablar con tal fuerza y tal convicción, que los límites del idioma y de las fronteras no tienen ningún sentido. Es decir, cuando uno vive con autenticidad el mensaje de Jesús, cuando siente lo que dice porque lo vive, todo el mundo te entiende y sabe lo que estás diciendo. Qué lejos nos encontramos nosotros de lograr esta vivencia de nuestra fe, nosotros que nos quedamos siempre a medio camino, con nuestras reticencias, nuestros prejuicios, sin decidirnos a dar el paso definitivo.

Debemos pedir hoy al Espíritu los dones que su llegada representan, esos siete dones tan importantes (sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios): dones que son necesarios para lograr la unidad que supere las divisiones, y aunque seamos diversos ser capaces de trabajar juntos. El don de la fortaleza que nos ayude a adaptarnos a los nuevos tiempos que vive la Iglesia, esa fortaleza necesaria para resistir la adversidad, la incomprensión, necesaria para saber decir no a todo aquello que nos separa de Dios y de los demás. Todo esto requiere del don de la sabiduría que nos haga que siendo fieles a lo que es el núcleo de nuestra fe, ser capaces de cambiar lo que las nuevas situaciones nos exigen. El lograr esta síntesis entre fidelidad y adaptación a las nuevas realidades está uno de los retos de la Iglesia de hoy. El don del temor de Dios, temor que nos es sometimiento sin sentido, sino la aceptación de una realidad que nos marca el camino, camino que mis propias fuerzas se niegan a seguir porque va contra lo que son mis intereses y mis caprichos.

Está claro que el don del Espíritu es el gran regalo de Jesús a los apóstoles y a todos nosotros. Ese espíritu nos sigue acompañando y nos convoca para dar testimonio de El en el mundo, a través de nuestras obras. Ese Espíritu es el que nos anima a no estancarnos, a no permanecer quietos, a mirar siempre hacia delante, nos anima a descubrir, a investigar, porque todo ha sido creado por Dios. Nosotros lo recibimos en esta celebración y pedimos que se derrame generosamente sobre todos los habitantes de la tierra. Pedimos como siempre de forma especial para que todo esto se realice sobre todo en los que estamos aquí y por los que no han podido venir a la celebración, aunque hubieran querido: los enfermos, los que están solos, los que necesitan de los demás para vivir, para que nunca les falten las personas que son capaces de hacer algo por ellos de una forma desinteresada.


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